Saturday, June 29, 2013

LIJATE (Literatura Infantojuveniladultaterceraedad) * TEXTOS QUE NO SE PUBLICARÁN (17)

Estos dos cuentos aparecieron en mi “Vidas de artista” que publicó la editorial Libros del Quirquincho en 1992. Uno trata de vestidos, el otro del destino. Al del destino lo ilustró Oscar Rojas; al otro, no.


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El auto destinado










Era un automóvil verde destinado a atropellar a un perrito. Este tema del destino es un asunto muy discutido entre las personas. Algunos –inclusive maestros de escuela, grandes profesores, presidentes de países, vigilantes– creen que el destino existe. Otros –vigilantes, presidentes de países, grandes profesores, maestros de escuela– creen que no existe. Por ejemplo: si alguien que camina por la calle tropieza con una baldosa floja y se lastima un pie, algunas personas le dicen: “Era tu destino”, o también: “Te tenía que pasar: estabas destinado a lastimarte”; son los que creen en el destino. Otros le dicen: “Eso te pasó porque no mirás por dónde vas”, o también: “Te lastimaste por tarado”; son los que no creen en el destino. Y hay más: muchos de los que creen en él dicen, incluso, que al destino no se lo puede torcer. ¿Qué dicen ustedes? ¿Qué creen de todo esto?








Me parece que este relato puede dar una respuesta a ese complicado asunto, ya que trata de lo que pasó con un auto, y los autos, créanlo o no, nacen destinados.


Antes de salir de fábrica pasan delante de una computadora y ésta les anuncia el destino: “Vos vas a ser corredor”; “vos vas a dedicarte al transporte escolar”; “vos vas a ser taxi”; “vos vas a ser Coche Presidencial”; "vos vas a tener éxito con las chicas”; “vos vas a pasar todos los fines de semana en un country”; etcétera, etcétera.


Además no es la primera vez en la historia que alguien o algo puede, por lo demás, decir con tanta anticipación el destino de cada uno; para eso están los brujos, verbigracia, o los adivinos, y hace muchos años –mas de tres mil– existían los oráculos, que eran unas estatuas que hablaban y conocían el futuro y al que la gente (que en esa época era preferentemente griega) rendía pleitesía.


Hoy existen las computadoras, que son los oráculos actuales, aunque un poco más modernos.


Pues bien: cuando este automóvil verde pasó frente a la computadora, ésta le dijo:


—Veo un perro en tu ruta; vos estás destinado a atropellar a un perrito.


El automóvil verde se asustó y en seguida se apesadumbró.


—Qué destino tan triste me vino a tocar a mí —dijo, y se puso a llorar hasta que se le pasó.


Lo llevaron a una concesionaria, lo vendieron y finalmente terminó en el garaje de una familia compuesta por un papá, una mamá, un hijo de seis y una hija de ocho. Lo que se dice una familia tipo pero adinerada, pues no cualquiera puede comprar hoy un automóvil cero kilómetro y verde.


La familia estaba loca de alegría con el auto; saltaba de contenta. Pero el auto verde se sentía muy deprimido.


El señor, llamado también “Jefe de familia” o “Dueño de casa”, era una persona a quien le gustaba correr. De manera que siempre metía el acelerador a fondo así fuera por las calles más transitadas.


La esposa, a quien muchas veces se la denomina “La patrona” o “Dueña de casa”, también manejaba y también le gustaba acelerar a fondo, así fuera de noche o de día. Los chicos –a quienes a veces se los designa como “Los purretes” o “Los pibes”─, no manejaban, pero jugaban a hacerlo y soñaban con que algún día ellos también manejarían de verdad y a toda velocidad como sale en las propagandas.


Y esa irresponsabilidad de sus dueños le producía una gran pena al auto verde. “¿Y si se me atraviesa un perrito?”, pensaba, “¿Y si a algún perrito se le ocurre cruzar la calle justo cuando yo vengo a toda rapidez?”


Era para preocuparse.


Pero el “Jefe de familia”, “La patrona” y “Los purretes”, ni se preocupaban –como ocurre con mucha gente– por averiguar si es posible que un auto pueda tener pensamientos de este tipo; peor aún: andaban por calles y caminos acelerando y zigzagueando cada vez con mayor alegría, descuido y temeridad. Por el contrario, las aprensiones del auto verde eran cada vez más intensas y empezó a tener problemas: empezó a pistonear, a quemar aceite, a perder estabilidad en las curvas, a regular mal.


Fue a ver entonces a un mecánico a quien le planteó el caso. El mecánico le dijo:


—Lo que vos tenés es miedo a la aceleración. No te animás a competir. A vos te asusta llegar primero. Tenés miedo de ser importante. Todo ese gran julepe lo disimulás haciendo creer que temés un accidente. Vos preferirías quedarte guardado en el garaje y no salir a la calle nunca. Pero eso no te haría feliz. Animate y vas a ver cómo en seguida dejás de creer en ese destino y se te va el temor de atropellar a un perrito.


─¿Estas seguro?


─Tenés cuatro cilindros, cien caballos de fuerza, música estereofónica… No sos un auto cualquiera. Tenete confianza. Hacete valer.


No quedó convencido el auto verde:


─Música estereofónica… Cuatro cilindros… Cien caballos de fuerza ─se dijo cuando dejó a ese mecánico─. ¿Para qué quiero cien caballos si con eso podría atropellar un perrito? Ojalá tuviera un solo caballo, y no cien. ¡Ojalá fuera caballo y no auto!


“¿Pero y si la computadora de la fábrica se hubiera equivocado?”, se preguntó después.


Fue a consultar a otra, mucho más evolucionada y recién venida no de la China sino nada menos que del Japón. Le dijo (esta computadora mejor):


—Veo un perro en tu ruta, vos estás destinado a atropellar a un perrito.


Lo único que agregó esta computadora más evolucionada fue que el perrito sería de color marrón.


¡Qué desconsolado quedó otra vez el auto verde! Trató entonces de seguir el consejo del mecánico. “Tengo que acelerar —se decía cada vez que sus dueños lo sacaban a circular por calles y avenidas—. Tengo que competir, tengo que ser el primero.”


Sin embargo, cada vez pistoneaba más y quemaba más aceite.


“¿Qué le pasa a esta porquería que no levanta?”, gritaban entonces los dueños mientras mandaban el acelerador a fondo con toda desesperación. “Vamos a tener que venderlo”, gritaban también.


“Quizás mi destino dependa de quien me lleve”, se dijo ilusionado el auto al escuchar a esos dueños.


De manera que cuando lo vendieron a un muchacho que acababa de sacar el registro de conductor, el auto verde se sintió esperanzado, con más alivio. El alivio y la esperanza se le fueron al suelo cuando el muchacho hizo las primeras salidas: estacionó en un lugar prohibido y casi se lo lleva la grúa; rozó a un colectivo que por poco lo aplasta y cruzó con el semáforo rojo en una mañana de plena niebla. “Con éste”, se decía el auto verde, “sí que estoy destinado a que mi destino se cumpla todavía antes y sin remedio.”


Tanto se deprimió el auto verde a partir de aquel segundo dueño que su funcionamiento se hizo insoportable. Hasta que el muchacho lo vendió.


El tercer dueño había sido campeón de motociclismo. De manera que lo que más le gustaba era el vértigo. Y como entendía de mecánica, él mismo hacía todas las reparaciones para que el coche anduviera como seda, sin ningún desperfecto.


“Ahora advierto cuán inexorable es el destino de cada automóvil y cuán inútil es tratar de torcerlo”, se dijo entonces el auto verde.


Y ya no se resistió a la suerte. Sólo que no podía dejar de pensar en ese perrito marrón desconocido al que tarde o temprano iba a atropellar.


Por eso se veía que muchas veces el auto verde lloraba. Por eso se lo veía con un aspecto tan desmejorado siempre.


Hasta que un día el perrito marrón apareció delante del auto verde. Fue en una ruta bastante solitaria, y el perro ─de espaldas al auto─ iba por un puente que servía para cruzar un arroyo. El auto, lanzado a toda velocidad por su dueño, vio el puente y al perrito cuando estarían a unos quinientos metros más adelante. Su conductor, que unos kilómetros antes había prendido la radio para escuchar la música estereofónica que le gustaba, vio el puente, pero no vio –o no le importó ver– al perrito. El auto trató de frenar, trató de empastar las bujías, trató de ahogar el motor, trató de pinchar una rueda. No pudo hacer nada. Y si antes el perrito estaba a unos quinientos metros de distancia, en seguida estuvo a cincuenta, en seguida a veinte, en seguida a dos. Pero el auto verde hizo un esfuerzo extraordinario. Pegó un salto y pasó por encima del perrito sin tocarlo, sin lastimarlo para nada.


—Saltó como un caballo, ¿vio? ─contó un señor que había observado la escena—. Saltó como un caballo cuando tiene que sortear una valla.


********


Que un auto pegue un salto como si se tratara de un caballo resulta extraño, difícil de creer. Difícil de creer es también el hecho de que al auto no se lo vio más desde aquel día, en ninguna parte.


Ahora, cerca de ese puente, a orillas del arroyo o en los alrededores, siempre aparece en cambio un caballo que se queda a tomar agua y a pastar, seguido muchas tardes de pájaros y perros con quienes corre y juega.


Entre esos perros, hay uno marrón.


Eso no tiene nada de extraño. Cualquiera que vaya al campo, aunque sea a escasos kilómetros de la ciudad, puede ver caballos, pájaros y perros que andan juntos, en los pajonales, en los arroyos; sin golpearse, sin herirse; como amigos. No: no tiene nada de extraño.


Lo único extraño es que ese caballo sea verde.


………………………












Vestida de cola






Era una novia que se había casado de blanco con un vestido que tenía una cola de seis metros y medio.


De manera que si hasta un rato antes había tenido novio ahora tenía marido, mientras que el marido, que hasta un rato antes había sido novio, ahora tenía esposa. En menos palabras: ella y él eran —ahora— mujer y marido. Pero la chica decía:


—¡Ay!, estoy tan chocha con este vestido, que no me lo sacaría nunca.


Lo extraño no fue lo que dijo sino lo que hizo; efectivamente: no quiso cambiarse de vestido.


—¿Pero cómo vamos a ir así a nuestra Luna de Miel? —le preguntó el novio que ahora era marido.


—¿Qué pasa? ¿Ya no me querés más? —le preguntó ella.


—Te quiero. Pero sos una exagerada.


—¡Soy exagerada, sí! ¿Tiene algo de malo eso?


Y tal como las mujeres son capaces de hacer cualquier cosa cuando se enamoran de un hombre, un hombre es capaz de hacer cualquier cosa cuando se enamora de una mujer.


—Está bien —dijo él—, vamos.


Pararon un taxi y subieron.


—¿A qué iglesia los llevo? —preguntó el conductor.


—A Constitución, la estación de trenes —contestó la novia que ahora era esposa.


—¿Trabajan en algún teatro? —preguntó el conductor.


—Vamos a Bariloche de Luna de Miel —contestó el novio que ahora era marido.


“Mejor no me meto”, pensó el conductor. Y los llevó hasta la estación Constitución en absoluto silencio.


—¡UNA NOVIA! —gritaron todos los que estaban en la estación cuando vieron lo que vieron.


Y corrieron para observarlos de cerca y para pedirles autógrafos.


—¡Fijate los papelones que me hacés hacer! —dijo el marido.


Pero la chica subió al tren y se encerró en el camarote. El novio también.


Esa noche en el tren, mientras hacían el largo viaje a Bariloche, todos los pasajeros ya sabían de ese par de recién casados y esperaron a que llegara el día para verlos salir del camarote e ir a desayunar con ellos en el coche comedor y así saludarlos y felicitarlos. Efectivamente: a las once y media de la mañana siguiente salieron los dos. Ella, con su vestido de novia.


—¿Qué se van a servir? —preguntó el camarero (era la primera vez que veía a una pasajera vestida de novia).


—Café doble con tostadas y dulce de leche —dijo la chica.


—Cuidado —le dijo el marido mientras desayunaban—, no vayas a ensuciarte el vestido.


Desayunaron con sumo cuidado, sin mancharse nada. Y como se hacían mimos a cada momento, la gente los miraba arrobada. Además decía (la gente):


—¡Qué lindo viajar con recién casados y ella vestida de novia!


Al llegar a Bariloche los periodistas locales, porteños e internacionales estaban aguardándolos; en todo el mundo se había corrido la voz de que una novia, que ya llevaba más de veinticuatro horas de casada, seguía usando su vestido de novia.


—¡Qué suerte —decían los hoteleros y comerciantes de Bariloche—, la ciudad se va a llenar de turistas gracias a estos recién casados!


Así fue: todos querían ver a esa novia.


Un promotor de publicidad, agente de una gran compañía multinacional, propuso al marido:


—¿Por qué no sigue usando usted también el traje de novio? Podríamos anunciar que se visten en la sastrería tal y todos nos llenaríamos de dólares.


Pero la chica lo echó enojadísima:


—¡Jugar con una cosa tan importante como es un vestido de novia! —dijo.


Todas las excursiones que realizaron, visitas a bodegas y escapadas al Casino, las hicieron con ella vestida siempre de novia.


—Hasta a esquiar vino vestida así —dijo un instructor de esquí.


Cuando terminada la Luna de Miel volvieron a Buenos Aires y cada uno tuvo que ir a su trabajo, ella tampoco se quitó ese vestido.


—Dejen sentar a esa novia —decían algunas señoras mayores cuando ella subía al colectivo.


Y así anduvieron por toda la ciudad, meses enteros, en los cines, en las pizzerías, en el Zoológico (porque a ella le encantaba pasear por el Zoológico).


—Decime, exagerada: ¿siempre vas a seguir con ese vestido? —le preguntó el marido meses después—. ¿No querés que te lleve a un desfile de modelos para ver si cambiás de ropa?


—Lo que más me gusta del matrimonio, después del novio, es el vestido de novia —decía la chica.


Hasta que un día le empezó a crecer la panza y a engordar y engordar. Y el vestido de novia a achicarse y achicarse. Y a apretarle la panza. Y a incomodarla.


—¿Ves estas revistas que te traje? ¡Mirá cómo se llaman! —le dijo el esposo.


—“Moda para la futura mamá” —leyó la chica. Y agregó:


—¡Ésa soy yo!


Entonces tiró el vestido de novia y se puso a confeccionar y a comprar ropa para futuras mamás, y a vestirse con ellas.


—¡Es la ropa que más me gusta! —decía la chica.


Y tanto le gustó esa ropa, que quiso seguir usándola aun después que tuvo ese primer hijo y así tuvo, hasta ahora, cinco hijos más, todos recién nacidos.


Claro: el esposo era dueño de un superkiosco y ganaba mucho dinero, por eso podían tener tantos hijos y criarlos como se debe.


En cuanto al vestido de novia que ella creyó haber tirado, el marido lo recogió y guardó. No le dijo nada. Se lo va a mostrar cuando cumplan los veinticinco años de casados.

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